Por Malena Saenz
Desde que entreno Ninjutsu veo en el ninja la oportunidad perfecta para desplegar la fuerza femenina. Acercarme a este arte marcial japonés me generó nuevas preguntas: ¿Qué podemos hacer las mujeres ante un ataque físico? Frente al ataque simbólico o verbal hemos desarrollado distintas estrategias de resistencia y de lucha, pero cuando aparece la agresión física es difícil mantener el tono combativo. Si un hombre nos ataca ¿podemos hacer algo más que gritar, llorar, pegarle con los puñitos en el pecho? ¿Cuándo y dónde termina la agresión? ¿Dependemos de la voluntad del agresor para sobrevivir? ¿Hay manera de defenderse ante tal desigualdad de fuerza física?
Para responder estas preguntas desde el Ninjutsu es necesario separar al ninja de todos los estereotipos de las películas. Porque éste en nada se parece a aquel guerrero valeroso siempre dispuesto a luchar y morir con honor. El ninja o shinobi es escurridizo y evita el enfrentamiento como sea. Tiene una misión que guía todas sus acciones y lo único que quiere es cumplirla e irse, no busca probar a nadie su valor, y mucho menos morir con honor. Valora la vida como pocas cosas y lo que quiere es sobrevivir. Para cumplir su tarea y terminarla vivito y coleando utiliza el arte del disimulo, de la apariencia. Es Diego de la Vega; cuanto más piense el pueblo que soy asustadizo, débil, impresionable, tanto mejor para mí.
La fuerza del ninja no viene sólo de los músculos. El shinobi saca la fuerza del suelo, de la gravedad, de su adversario, del entorno. Con una postura correcta, una buena alineación del esqueleto y un golpe preciso en un punto vital, no hay oponente demasiado grande, fuerte o peligroso.
Dentro de los clanes ninja, la mujer tenía un lugar especial. Se referían a ellas con el nombre de kunoichi. Su belleza y su apariencia vulnerable la hacían acceder a lugares de batalla con los que los hombres no podían soñar. La percepción y la intuición eran armas fundamentales para manipular al enemigo. Era precisa en el ataque, manejaba como nadie esos botoncitos de dolor del cuerpo y muchas veces aventajaba a los hombres en flexibilidad y ligereza. No medía su fuerza con los contrincantes masculinos, no jugaba a ser su igual en ese aspecto. Quería sobrevivir, como todos, y lo hacía desarrollando sus fortalezas y conociendo sus debilidades.
Hace tres años que entreno Ninjutsu en Bujinkan, una escuela japonesa de artes guerreras. Nunca me interesaron las artes marciales, nunca había visto un ninja ni en un videito en youtube, pero mi hermana menor había arrancado a entrenar y después de un tiempo noté algo en ella, cierto orden interno, cierta claridad, que me hizo acercarme. Llevé un cuerpo de 25 años sedentario, débil y contracturado. Llevé mucho miedo a lastimarme y a lastimar. Llevé ideas estancadas sobre cómo tenía que ser todo en el mundo, sobre qué tenía que hacer cada uno. Me quejé por lo bajo cada vez que algo no se ajustaba a mis expectativas. Entré cargando esa piedra enorme y, pico y pala en mano, la empecé a tallar.
El Ninjutsu no es un curso de defensa personal. No nos enseñan truquitos para defendernos, nos transmiten una tradición marcial de más de ocho siglos de antigüedad. El kanji Nin podría traducirse como resistencia o perseverancia, pero también remite a lo oculto, lo secreto, lo furtivo. Si se lo descompone en los dos ideogramas que lo forman, aparecen los kanjis de sable y corazón. El sable se encuentra sobre el corazón. Nos recuerda así la importancia del autocontrol, la necesidad de dominar nuestro cuerpo y mente.
A este mundo no se accede a través de la reflexión o el estudio de Oriente: la puerta de entrada es el cuerpo. Si no podemos conocer, moldear y controlar algo tan concreto como nuestro cuerpo, tenemos muy pocas chances de hacer algo similar con la mente. Aprendemos a rodar, saltar, escalar, hacer verticales y medialunas, caer al suelo sin rompernos la cara. Atrás de cada objetivo logrado siempre hay otro más ambicioso: saltos mortales, rodamientos con ojos vendados y con armas, medialunas sin una mano, la otra, las dos. Se busca un cuerpo preparado, con todas sus posibilidades activadas. Un cuerpo que pueda escapar del peligro o enfrentarlo.
Aprendemos del dolor más que de las palabras. Es necesario saber cómo se siente un golpe para poder aplicarlo correctamente, es decir, de acuerdo a mis intenciones: ¿quiero asustar al otro? ¿quiero lastimarlo de verdad? ¿quiero inmovilizarlo por un rato? Conocer el propio umbral de dolor es conocerse, y es importante aguantar y desdramatizar el dolor, poder actuar y reaccionar a pesar de él. A fuerza de conocerlo y soportarlo, el umbral se expande y con él nuestras posibilidades de resistir.
Además del cuerpo, aprendemos a pelear con armas: sables, cuchillos, palos de distinta medida, sogas, objetos punzantes del tamaño de un pulgar. Las más interesantes son las kakushi buki, las armas ocultas. No son ocultas porque las escondemos, sino porque en realidad no son armas, son objetos cotidianos que pueden funcionar como tales: una silla, una lapicera, un manojo de llaves, un cinturón, un paraguas. Lo que convierte en armas a estos objetos es la mirada entrenada del shinobi, su capacidad para usarlas, por eso ante los ojos de los demás permanecen ocultas. No hay torneos o competencias en el Ninjutsu, no es un deporte, se trata de la autopreservación, la protección del cuerpo, primero, pero también de la mente y del espíritu.
En estos espacios empecé a considerar seriamente la posibilidad de defenderme en caso de un ataque. Aprendí que el golpe tiene que ser certero y en esas zonas del cuerpo que hacen llorar hasta al más macho. Que no sirve golpear el pecho, el estómago o los brazos, que los hombres lo soportan fácilmente y hasta algunos se excitan más, y por lo tanto su fuerza se potencia. Aprendí la importancia de las uñas, esos diez cuchillitos que tenemos incorporados que hacen que las manos del otro se suelten, que sus ojos se cierren, que pueden comprarte el segundo más valioso de tu vida. Aprendí todo eso pero también aprendí que no es suficiente.
El Ninjutsu no es tan sencillo como saber un par de movimientos. Las técnicas, en la vida real, son muy difíciles de implementar, incluso lo son en el Dojo, el espacio donde entrenamos. Las practicamos sobre un piso de goma, con un instructor que nos cuida y unos compañeros que nos respetan, sabiendo que se viene el ataque y por dónde se viene, y aún así no es fácil aplicarlas bien. Los hombres son fuertes y no sólo los ninjas quieren sobrevivir. No se van a desmayar del dolor por una uña en las bolas. No es tan fácil llegar a las bolas de nadie. Nadie se va a quedar quieto esperando nuestro ataque, abriendo sus puntos débiles, dejándonos pensar. Y ese golpe certero, por más certero que sea, tiene que estar acompañado por una alineación perfecta de los huesos. Aunque impacte sólo un puño o unos dedos en el otro, el cuerpo es lo que está atrás de cada golpe. Músculo contra músculo me ganás, seguro; pero si pongo todo mi cuerpo contra tu muñeca, mis posibilidades aumentan.
En Bujinkan vemos que la defensa empieza mucho antes de que tengamos un puño viajando a nuestra cara. Empieza con la intuición, con la percepción del peligro. Y esto no implica, para nada, asustarse y esconderse, dejar de salir de noche, evitar las polleras, viajar acompañada –es decir, con un hombre, porque viajar con otras mujeres parece que es viajar sola. Implica activar los instintos y confiar en ellos. Observar lo que me rodea, estar siempre atento, siempre ligeramente alerta de lo que pasa alrededor mío. Alerta no es alarma, es otra cosa. Es no dejar de percibir mi entorno mientras me focalizo en lo que estoy haciendo. Nada tiene de sencillo. Pero se entrena y se logran mejoras progresivas.
Se entrena también la calma. La reacción que debe reemplazar al pánico cuando nos enfrentamos al peligro. Con la mente tranquila se puede tantear el terreno y acomodar la situación, en la medida de lo posible, a nuestro provecho. Miles de objetos que hay en la calle y en la casa pueden convertirse en armas, y una mirada atenta a nuestro rival puede ayudarnos a anticipar sus intenciones y movimientos. No hay discurso místico que valga para entrenar la calma. Se entrena con el cuerpo, poniéndolo en movimiento, exponiéndolo a situaciones que lo incomodan: saltar, rodar, recibir un golpe, atacar. Ahí aparecen los miedos y fobias, los no puedo, el cúmulo de excusas para no hacer lo que perfectamente podemos hacer. Cada uno tiene los suyos y yo conozco perfectamente los míos. Hay golpes que no tolero, hay saltos en los que se me cierra el pecho y siento el corazón latiéndome a la altura del cuello. A veces no estoy de ánimo para enfrentarlos y me esfuerzo por no llorar. Pero otras, cuando logro avanzar en la superación de alguno de mis obstáculos, me voy a casa contenta, cansada, transpirada, preguntándome en el colectivo cuántas otras cosas, a priori tan terribles, son en realidad más fáciles de lo que creo.
Sé que el entrenamiento marcial no se trata sólo de la defensa física, e imagino que debe haber otros caminos para enfrentar la amenaza que vivimos las mujeres todos los días. Pero también es cierto que me alivia enormemente saber que mi hermana entrena duro, y que ante una situación de peligro tiene a su disposición cierta cantidad de herramientas. Me encantaría que mis amigas, mis primas y mis alumnas también lo hicieran. Es para ellas en realidad que escribo esto. Para todas, pero en primer lugar para ellas. Si se nos presenta el peligro en alguna situación cotidiana, ojalá tengamos la percepción alerta para correr, la mente calma para buscar la mejor salida, la destreza del golpe certero, la seguridad de un cuerpo entrenado.
Todo esto mientras reeducamos a nuestra sociedad. Mientras no naturalizamos los atropellos diarios, hasta los más leves, incluso los más aceptados. La defensa empieza mucho antes de un puño viajando a nuestra cara. Miremos a nuestro alrededor. Ya empezó.
Fuente: http://comunidad.revistaanfibia.com/la-puerta-de-entrada-es-el-cuerpo/